Intensa la alegría, intenso el dolor
En 1913, mientras Isadora Duncan triunfaba en París, la desgracia golpeó a su puerta y sacudió el escenario de su vida desde los cimientos más temidos: sus dos pequeños hijos, Deirdre y Patrick (de padres diferentes), murieron ahogados en el río Sena al caer el automóvil en el cual viajaban, rumbo a Versailles, acompañados por la institutriz. Doce años después, la dolorida artista da cuenta de que su pecho encierra un dolor incurable y que, cuando está sola, sus ojos tienen una “rara sequedad”.
En aquella ocasión, la atormentada madre canceló todos sus compromisos, abandonó temporalmente su carrera y en varias ocasiones anidó en su mente la idea del suicidio. Sin embargo, en la cárcel de su desgarro todavía logró mantener el aliento, recurriendo a la sublimación de la insoportable punzada que le causaban las heridas. Así fue cómo Isadora Duncan se dedicó de lleno a la enseñanza de su danza en la escuela para niños que había fundado. En medio del sufrimiento, pudo Isadora considerar el llevar a cabo actividades relacionadas con campañas de beneficencia.
Mujer con una capacidad de innovación artística extraordinaria -tanto como dolorosa fue su vida-, Isadora, la “ninfa", era dueña de una belleza iluminada por un poder de seducción cautivante, que la mantenía rodeada de amigos -intelectuales, pintores y poetas- y de numerosos admiradores que deseaban conocerla. La atracción que ejercía entre quienes se le acercaban dio como resultado que lenguas malintencionadas entretejieran infinidad de historias amorosas con múltiples pretendientes. Las desapariciones y extraños sucesos que acompañaron a algunos de sus enamorados parecían corroborar el supuesto maleficio que proyectaba la Duncan . Entonces surgió el mito de que Isadora acarreaba la desgracia a las personas a las que amaba.
Más allá de eso, tal era la fuerza de sus propósitos que, un buen día, llegando más lejos que el dolor, se propuso dar a conocer sus enseñanzas en otros países. Así, en 1921 logró viajar a Moscú y luego, por invitación del gobierno soviético, Isadora se radicó en esa ciudad - decisión que finalmente le jugó una mala pasada, pues, a raíz de su simpatía con el comunismo, aquel público del mundo capitalista, que hasta la muerte de sus hijos la había ovacionado, esta vez respondió obsequiándole salas frías y semidesiertas-. Como consecuencia de este desinterés, se encontró sumida en la pobreza durante muchos años, hasta que hizo una última y dramática aparición en París poco antes de su muerte.
El último escenario
En 1926, como sabiendo ya, desde un lugar silencioso y somnoliento de su alma, que la partida estaba próxima, Isadora, refugiada en Niza, se sentó a escribir su historia, que publicó con el título "Mi vida", y se dedicó también a escribir “El arte de la danza”.“¿Cómo podemos escribir la verdad sobre nosotros mismos? – se preguntaba- ¿Es que acaso la conocemos? Está la visión que de nosotros tienen nuestros amigos; la visión que nosotros tenemos de nosotros mismos, y la que nuestro amante tiene. Además, está la visión que tienen nuestros enemigos. Y todas ellas son diferentes”.
La separación de sus padres, el suicidio de su esposo ruso y la muerte de sus dos hijos no cerraron el círculo de desgracias que merodearía la vida de esta dama de la rebelión interior. Su propia y absurda muerte fue el último hecho. El 14 de septiembre de 1927, en Niza, su largo chal rojo se enredó en los radios de las ruedas traseras del auto Bugatti que ella misma manejaba, mientras circulaba velozmente por el Promenade des Anglais (Paseo de los ingleses).
Ese día, el mundo de la danza despidió a su pájaro libre y dolido; ese pájaro que sobrevoló cumbres y abismos, todo con la misma intensidad. Esa pequeña ave que, jugando aún en el nido, se prometió a sí misma que sería bailarina y revolucionaria.
En 1928, apareció su obra póstuma "El arte de la danza". Esta obra, donde la artista brinda un compendio de sus enseñanzas, es considerada obra clásica del género.
Sólo la danza. Nada más que la danza. “La danza del espíritu”, como ella la nombraba, porque estaba convencida de que no era su cuerpo el que bailaba, sino su esencia, su alma, su interior.
Hasta el último momento Isadora mantuvo su postura ante la vida. Su concepto estético reivindicó el culto, el rito y la naturaleza del cuerpo. Su amor por el arte rebasó su propia existencia, pues jamás permitió que la pareja, la familia o las necesidades económicas obstaculizaran sus planes de ''hacer la revolución'' en la danza.
"Nací a la orilla del mar”
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